La política agraria cambió de rumbo

Hace treinta años, cuando pasaba las vacaciones de fin de curso en mí pueblo – Pinilla de la Valdería-, si es que se podía llamar vacaciones a trabajar de sol a sol en el campo, este periódico, El Faro, me publicó un artículo de opinión en el que pedía “un cambio de rumbo en la política agraria comunitaria”.

La política agraria cambió de rumbo

José Antonio Turrado

Hace treinta años, cuando pasaba las vacaciones de fin de curso en mí pueblo – Pinilla de la Valdería-, si es que se podía llamar vacaciones a trabajar de sol a sol en el campo, este periódico, El Faro, me publicó un artículo de opinión  en el que pedía “un cambio de rumbo en la política agraria comunitaria”.  Mis responsabilidades en la organización ASAJA, antes Jóvenes Agricultores, habían comenzado un par de meses antes, e incluso no se citaban en la firma del artículo. Cuando uno revisa lo que dijo o escribió treinta años antes, corre el riesgo de ruborizarse, aunque no es este el caso, pues el análisis fue certero y el rumbo que ha tomado la política agraria común, a lo largo de sucesivas reformas, ha ido por  la senda de lo apuntado, que era lo que estaban proponiendo voces autorizadas como las propias organizaciones agrarias españolas. Hace treinta años los fondos de la agricultura se destinaban mayoritariamente a medidas de mercado: intervención pública de productos y restituciones a la exportación. El resto del presupuesto eran migajas. Los beneficiarios de esos fondos, por lo general, las grandes multinacionales que movían los productos, y si se quiere, los países que generaban más excedentes, como por ejemplo Francia. Esa política agrícola común tenía poco atractivo para España, recién incorporada al club, donde salvo para los cultivos mediterráneos a los que tímidamente se le fueron abriendo fronteras, todo lo demás eran trabas y competencia desleal.

Lo que yo pedía en la tribuna de El Faro era ahondar en políticas estructurales, que efectivamente vinieron con la siguiente reforma: jubilaciones anticipadas agrarias, ayudas a los jóvenes agricultores, ayudas para la modernización de explotaciones, apoyos a la modernización de cooperativas e industrias agroalimentarias, programas agroambientales, ayudas a zonas de montaña y desfavorecidas, y una ambicioso programa de formación. Este mismo esquema, con ligeras variaciones, es el que sigue vigente al día de hoy, y que en nuestro caso se financia con un cincuenta por ciento de aportación europea y otro cincuenta por ciento nacional, sobre todo de la Junta de Castilla y León.

Unos años más tarde, a esta política estructural le siguió otra todavía más radical: cambiar los apoyos al marcado por ayudas directas a los productores. Estas ayudas directas primero estuvieron acopladas a la producción, es decir, se pagaba por hectárea cultivada o cabeza de ganado, después hubo un desacoplamiento total, y ahora estamos en una situación un tanto intermedia con ayudas desacopladas, que son la mayoría, y otras asociadas a la producción. De aquellas medidas de mercado no queda nada, y de una manera u otra, los acuerdos con terceros países representan en la práctica un libre mercado sin barreras arancelarias.

Treinta años después, creo que los agricultores tenemos una PAC más acorde a nuestras necesidades, en definitiva, que los cambios han sido para bien. Nuestra queja, que hace treinta años no lo era tanto, es la baja rentabilidad de las explotaciones, son los bajos precios que nos impone la industria agroalimentaria y la gran distribución, sin que podamos hacer algo para escalar posiciones en esa cadena de valor de los alimentos. Tenemos una PAC mejor, pero la agricultura y ganadería son menos rentables, lo que obliga a ganar tamaño, a consta de ser menos ocupados, y aun así, esto no siempre es la solución.

*Artículo de opinión publicado en El Faro Astorgano del viernes 5 de agosto de 2016