LA LUNA

Hace ahora cuarenta y cinco años el hombre llegó a la luna, hito histórico que se supone se ha quedado grabado en la mente de los que ya teníamos una edad para darnos cuenta de lo que ocurría a nuestro alrededor.

LA LUNA 

Hace ahora cuarenta y cinco años el hombre llegó a la luna, hito histórico que se supone se ha quedado grabado en la mente de los que ya teníamos una edad para darnos cuenta de lo que ocurría a nuestro alrededor. Y así ha sido, salvo que algunos no lo vimos en directo porque en la mayoría de los pueblos no había otro televisor que el del bar o teleclub, y tenía restringidas las entradas, al menos para los chavales que estorbábamos en casi todos los sitios. Cierto que también en mí pueblo fue tema de conversación durante tiempo, que muchos no se lo creían, y que otros afirmaban convencidos que habían visto imágenes en el astro sin más ayuda que la vista que Dios le dio. Todo un avance científico y técnico difícil de encajar  por una sociedad rural que carecía de casi todo, que apenas había oído hablar de los electrodomésticos, que se desplazaba a la capital de la comarca en coche de línea o tren de cercanías, y que esperaba la llegada de los primeros tractores y de las milagrosas cosechadoras para dar un alivio a los trabajos del verano. Demasiada imaginación  teníamos que echarle a todo eso quienes todavía tardaríamos varios años en ver un avión de cerca y hacernos una idea de por qué podían volar. 

Hasta ese año, en mí pueblo, que ni éramos unos románticos, ni se nos conocían dotes de astrónomos, ni  eruditos de la poesía, todo lo que sabíamos de la luna estaba relacionado con el campo. Existe toda una creencia relacionada con la influencia de las fases lunares en los cultivos o en los bosques, y eso lo conocían bien aquellos agricultores que se regían por lo que habían oído y por sus propias experiencias. Pero además, la luna era un factor decisivo para alargar las jornadas laborales en aquellos días de verano interminables que comenzaban al amanecer y terminaban cuando obscurecía, a eso de las once de la noche, con el breve intervalo de la siesta cuando se podía. Las noches de luna llena eran también para trabajar, porque se veía a hacer las labores, sobre todo para recoger la cosecha e ir a regar. Hay que madrugar que “hay buena luna”, decía mi padre. 

Artículo de opinión de José Antonio Turrado publicado en La Nueva Crónica del viernes 25 de julio de 2014