Celedonio Sanz Gil. Periodista y articulista agrario
En estos momentos el sector ganadero mundial vive inmerso en una especie de angustia sanitaria. En España ha surgido, sobre todo, a raíz de los focos de esa dermatosis nodular contagiosa bovina aparecidos en la provincia de Gerona, y semanas después con la aparición de peste porcina en Barcelona. Por el momento, detectados, aislados, tratados y cuyo desarrollo parece estar controlado. Cuando surge una crisis de este tipo, los ganaderos empiezan a temblar ante la amenaza de vacío sanitario, ese que obliga a sacrificar al ganado de toda la explotación en cuanto aparece un positivo, y las diferentes autoridades sanitarias implicadas comienzan a recopilar las existencias de posibles vacunas, los métodos de administración, y desempolvan toda la normativa respecto a controles del ganado, límites de transporte, confinamientos y demás.
Todo ello referido a nuestra ganadería, a los animales domésticos, a nuestras granjas, de las familiares a las más productivas. Pero nadie parece darle importancia a que el peligro más intenso, más diferencial, más incontrolable, está en la naturaleza salvaje. Animales que vuelan o corren y no saben de fronteras, ni nacionales ni autonómicas. Animales que no pueden ceñir su vida a los espacios naturales que el hombre les habilita. Animales que cada vez son más, porque el ser humano les facilita comida y protección, lo que aumenta su nivel reproductivo.
Animales que cada día tienen menos espacio libre porque el desarrollo urbano continúa imparable y por eso superan el miedo al contacto con las calles y las viviendas humanas. Crecen exponencialmente los ataques a animales de granjas por parte de lobos o zorros, pero también los avistamientos de otros animales salvajes como jabalíes u osos por las calles de las ciudades y los accidentes de tráfico que provocan ciervos, corzos, conejos, que atraviesan las carreteras para buscarse la vida.
Los datos son muy preocupantes. Las últimas estadísticas ponen de manifiesto que la peste porcina ha alcanzado la mayor distribución de la historia a nivel mundial, a lomos del jabalí se extiende por Europa y por Asia. La cuestión no era si llegaría o no a España, sino solo cuándo llegaría o se detectaría en nuestro país. Mientras, en Aragón recogen cientos de cadáveres de grullas afectadas por gripe aviar, que perecen en su eterno peregrinar entre el Sur de África y el Norte de Europa y amenazan al sector avícola, la producción de carne de ave y de huevos.
Frente a ello, y en contra de lo que ciertos sectores ecologistas radicales han intentado propagar en los últimos años, las explotaciones ganaderas se pueden considerar oasis sanitarios. La normativa es estricta respecto a los controles veterinarios a la composición de los piensos compuestos para la alimentación, a la administración de medicamentos, a la eliminación de los cadáveres, al aislamiento de los visitantes o a las garantías del transporte. Todavía perviven en algunos lugares los ecos de aquellas campañas de “alucinados” que asaltaban las granjas para liberar a los animales, sin que la Justicia haya hecho cumplir los castigos que merecían.
La salud de los animales es fundamental. El ganadero lucha cada día para mantenerla y mejorarla, de ella depende la supervivencia de la explotación, su propia supervivencia, es su medio de vida. Requiere una inversión importantísima en material de todo tipo, desde los útiles de producción a los métodos de gestión, el personal veterinario o la compra y administración de medicamentos. Los animales enfermos y las explotaciones enfermas son inmediatamente apartadas de la cadena alimentaria para no dañar la salud de las personas. Para un ganadero ver morir animales enfermos es un verdadero drama, pero tener que matar animales sanos para nada supone un dolor que va más allá de cualquier explicación.
Desde algunos sectores, siempre malintencionados, incluso se llega a insinuar que esa declaración de enfermedades puede ser positiva para los ganaderos por la cantidad de ayudas que reciben. Es el recurrente tema de las subvenciones en el campo, que es tan cansino pero que siempre aparece como un mantra que no se puede desterrar.
Es necesario volver a explicar que esas ayudas nunca cubren las pérdidas generadas y mucho menos el lucro cesante. Ayudas que, además, nunca se sabe cuándo llegarán porque los plazos de las normativas y los procesos administrativos son inescrutables.
Con todo este panorama a nuestro alrededor hay que reivindicar una vez más la ingente labor del sector ganadero, de esas granjas productivas, y contraponer esa mala imagen que se impregna en la opinión pública cada vez que alguien las tilda de macrogranjas. Al mismo tiempo, hay que advertir del peligro que conlleva implantar sistemas de producción más abiertos, más cercanos a esa naturaleza libre pero también enferma y que es imposible controlar.


