El calor de las palabras

Un libro recupera la vida y cuentos de Azcaria Prieto, leonesa y vecina de Saldaña

C.R./ Teresa Sanz Nieto
Azcaria Prieto de Castro nació a finales del siglo XIX en Morgovejo, un pequeño pueblo de la montaña leonesa. No era muy alta ni muy guapa, pero tenía una energía especial: sus vecinas decían que era “muy tremenda”, y a veces le pedían que caminara un poco separada, para que no se viera que iban juntas. Con 17 años marchó a Saldaña a servir, y años después, ya con 27, una edad muy avanzada para la época, se casó con “el mozo más guapo que había”, como a ella le gustaba contar. Tuvo tres hijos, a los que lavaba la ropa cada noche para que al día siguiente fueran limpios a clase. Y aún cuando enviudó, sin quedarle pensión alguna, a nadie tuvo que pedir, porque se mantuvo gracias a su habilidad recogiendo setas y capturando cangrejos. En los tiempos en los que sólo sabían leer dos de cada diez mujeres, Azcaria buscaba momentos de soledad para leer cuanto caía en sus manos, incluso a riesgo de condenarse, como “Los miserables”, de Víctor Hugo, uno de los “libros prohibidos” en la época. “Esta va a ser ministra”, decía su marido, sin entender el ansia de aprender de Azcaria.
Pero esos comentarios no le hacían mella, su espíritu siempre volaba libre. Incluso cuando, ya mayor, comenzó a pasar los inviernos con sus hijos en Madrid, Azcaria sabía encontrar sus rincones. Esa mujer enjuta y arrugada como una pasa, esa campesina vestida de negro, entraba en los museos, iba al cine y buscaba flores por el descampado que en aquellos años cincuenta y sesenta era la actual M-30. Un día se sentó frente al Palacio de Oriente y empleó varias horas en contar con minuciosidad cuántos nidos de golondrina escondían sus muros, un dato que escribió y guardó junto a sus otros tesoros, en ese baúl lleno de papeles y escritos que hoy no se conservan, porque los ratones los visitaron antes. Pero su lugar siempre fue su casa de Saldaña, su “palomar”, como lo llamaba. “Ay casina, ¡Qué poco vales y cuánto te quiero!”, decía.
Así pasó la vida de Azcaria, y de ella no habría quedado rastro, como de tantas otras, si no fuera porque un día, en la primavera del 36, Aurelio Macedonio Espinosa paró en Saldaña buscando cuentos. Espinosa era, como su padre, folklorista. Su procedencia era española, pero su familia vivía en Estados Unidos desde hacía décadas y de hecho su investigación obedecía al deseo de encontrar las raíces de los cuentos populares de la América española. Visitó muchos pueblos, buscando a los informantes idóneos, porque los cuentos todo el mundo les conoce, pero no todo el mundo sabe contarlos. Y Azcaria sabía. Y cómo: era capaz de mantener en vilo con sus palabras a un montón de personas, adultos y niños, durante dos horas.
Después del primer día hablando con Espinosa, le dijo a su hijo Aurelio: “Ha venido un señor y le he contado tantos cuentos, y me ha pagado tanto por cada uno. Y me ha dicho: “Usted no lo verá, pero sus hijos y sus nietos sí verán sus cuentos en libros, como los de Calleja”. Azcaria contó al folklorista cerca de 40 relatos, de los cuales un puñado vio la luz a mediados de los años cuarenta, en dos recopilaciones de cuentos populares. En aquellos tiempos, sin televisión y sin radio, con una mayoría de población analfabeta, en todas las familias se contaban cuentos, generación a generación (“Dos cosas son necesarias en invierno: fuego y cuentos. Fuego para calentar el cuerpo, cuentos para calentar el corazón”, reza un dicho de los judíos del Kurdistán). Las historias, pues, las conocía todo el mundo, pero las versiones que Azcaria eran muy superiores a la mayoría. “Desarrollaba sus historias con dramatismo y emoción, cautivando al público con su ingenio y su inteligente modo de expresarse”, comentaba Espinosa. Eran historias de animales, de princesas, de ogros y encantamientos, chascarrillos sobre curas, sobre tontos y estudiantes. A Azcaria le gustaban los relatos con moraleja, tenía un marcado sentido de la justifica, de lo que estaba bien y lo que estaba mal. También era religiosa, aunque a su estilo: una vez tenía un cerdo enfermo y le rezó a San Antonio para que se curara, pero se murió. Así que fue y tiró la imagen del santo a las vegas, aunque pasaba la gente por allí. “¿Pero qué haces? Le preguntaron. “Que se me murió el gocho, así que ¡hala!”. Pero luego bajó a por él.
La historia de Azcaria y las historias que ella contaba están recogidas en un libro delicioso, que lleva el título de uno de sus cuentos, “El pájaro que canta el bien y el mal”. En él, José Manuel de Prada Samper, salmantino afincado en Barcelona, filólogo y especialista en tradición oral (ya ha publicado varias antologías sobre cuentos) recoge 24 de los relatos que Azcaria contó a Espinosa en 1936. Además, cuenta su viaje personal siguiendo las huellas de esta mujer, desde Morgovejo a Saldaña, pasando por Madrid y deteniéndose en los recuerdos de sus familiares y todas las personas que la conocieron y en los lugares que amó. Una historia real y hermosa.

Un fragmento
“Al amanecer el día, pues el lobo desapareció, y la niña empezó a andar por el monte. Andando, andando, se encontró con una choza que, al parecer, no había nadie en ella, y entró adentro. Al entrar adentro, vio que estaba habitada, que había dos camas y una cocina con pucheros a la lumbre, con comida. Las camas estaban de por hace, y la niña se entretuvo en hacerlas. Preparó la comida, puso la mesa y se escondió.
Fragmento de “Los dos toritos”, incluido en “El pájaro que canta el bien y el mal: La vida y los cuentos tradicionales de Azcaria Prieto (1883-1970), de José Manuel de Prada Samper. Editorial Lengua de Trapo (colección Rescatados), con la colaboración con la Diputación de Palencia. Todos los datos empleados en este reportaje están recogidos en esta obra.