Habitualmente, en este número de nuestra revista, acostumbro a valorar la próxima feria de Salamaq. También lo voy a hacer ahora, por el interés que tiene para nuestra provincia, por el ejemplo de superación que demuestran los profesionales que allí exponen, por las empresas que trabajan por mejorar nuestro sector, por los miles de visitantes, por ser el principal motor económico de nuestra región y, también, por la dedicación que le pone la administración gestora de este evento: la Diputación de Salamanca.

Salamaq es el mayor escaparate del trabajo realizado desde la pasión, la entrega y el sacrificio. Porque los que cada día mejoran sus ganaderías son los ganaderos, y los que logran mejores rendimientos en sus producciones son los agricultores, que interpretan a la perfección el tratamiento que requiere cada momento. Y todo esto, por supuesto, siempre de la mano de las grandes empresas que desarrollan sistemas de producción más eficaces.

Pero todo esto —y lo digo con preocupación— está en serio peligro. Y no es por falta de ganas, ni por falta de esfuerzo de los profesionales del campo. Es por las nefastas políticas hacia el sector agrario.

Son muy recientes las grandes manifestaciones desarrolladas en toda la Unión Europea, donde se pidió con fuerza un cambio de rumbo en la política agraria: menos burocracia, más apoyo real, medidas para garantizar nuestra supervivencia y, con ella, la producción de alimentos en nuestro territorio.

Durante aquellas tractoradas, muchos nos apoyaron. La sociedad entendió el mensaje; los políticos también, o al menos eso dijeron. Se comprometieron públicamente a reducir la presión que sufrimos por limitaciones medioambientales absurdas. Prometieron cláusulas espejo para los productos importados. Dijeron que no cerrarían acuerdos comerciales que perjudicaran la producción local. Nos hicieron creer que el mundo rural importaba, que la política agraria sería prioritaria en el futuro europeo. Pero, poco tiempo después, nos han demostrado que todo era mentira. Nos engañaron con los discursos y lo han confirmado con sus actos. En las guerras comerciales actuales, volvemos a ser moneda de cambio. Firman acuerdos sin exigir reciprocidad en las condiciones de producción. Prohíben materias activas que nos harían más competitivos, pero permiten la entrada de productos de terceros países que sí las utilizan. Imponen restricciones ambientales que no existen fuera de Europa y protegen especies que, en muchos casos, tienen menos riesgo de extinción que los habitantes del mundo rural.

Y lo que confirma el abandono más absoluto es la propuesta de la Comisión Europea de eliminar, de facto, la Política Agraria Común (PAC): reduciendo el presupuesto un 20%, que será más del 40% en términos reales si contamos la inflación, que nosotros sufrimos más que nadie.

Si ya es inasumible la reducción, peor aún es que el presupuesto agrario deje de estar blindado, pasando a repartirse con otras partidas sin relación con la producción de alimentos. Es decir, estará expuesto al capricho del político de turno, que decidirá en función de lo que le reporte más votos.

Para colmo, se rompe el principio de que sea una política común. La nueva propuesta plantea que cada Estado gestione el dinero como quiera. Y eso, en países como el nuestro, donde los fondos muchas veces se dedican a premiar al que no trabaja o se reparten con criterios territoriales partidistas, es especialmente preocupante.

Por todo ello, este año me temo que viviremos una feria de feriantes preocupados y tristes, con otra merma más en nuestras expectativas, con un futuro más incierto que nunca por las malas políticas. Esta vez, no es culpa del tiempo.

¿O sí?
Puede que sea culpa del “tiempo”, del tiempo que hemos dejado a los políticos vivir de nuestro sudor.